martes, 26 de noviembre de 2019

EL GRAN ESCENARIO


Los teatros son esos lugares privilegiados de las ceremonias mundanas. Lugares especiales de exaltación. El Teatro Gran Rex de Buenos Aires es uno de esos sitios. Donde además de la carga emocional de la producción artística, se suma la leyenda de un escenario por donde pasaron grandes figuras del teatro, la música y la danza del mundo en el último siglo. Es un lugar clave de la cultura porteña y recinto consagratorio para cualquier artista en el  mundo.



El  edificio de unos de los coliseos culturales más importantes de  la ciudad, es de una austeridad suprema. Igual que el  Obelisco (el  mayor símbolo de la ciudad) no tiene ningún despliegue  arquitectónico que remarque formas o agregue elementos que cubran su desnudez.  Planos despejados y espacio suficiente para que la gente, los que participan de la vida diaria, le vayan cargando al lugar sus propias definiciones. El Teatro Gran Rex como el Obelisco, son de esos lugares que arquitectónicamente parecen que no dicen nada, pero están  llenos de significado y en constante cambio, por la participación de la gente en el imaginario cultural de la ciudad.
En lo más alto del frente del edificio, están grabadas sobre relieve en cemento, las letras del nombre. Desde la vereda de enfrente al teatro – ubicado en el número 857  de  la Avenida Corrientes – se puede ver la magnitud del  nombre que le confieren al frontispicio, un aire de tótem urbano en el corazón de la ciudad. La cubierta vidriada en su totalidad, solo marcada por las líneas laterales en hormigón, permiten observar el  movimiento interior en sus descansos y agitaciones de espectadores.  La característica principal de este edificio es su austeridad ornamental, la amplitud de los espacios destacados en los ventanales frontales y la envergadura.

Por las noches se puede ver la actividad social en dos planos simultáneos. La vida interior en  los distintos hall de los pisos superiores y la frenética actividad de la calle y el hall central ocupado por espectadores que realizan el prólogo a la función. Visto desde  la acera de enfrente, atendiendo la coloración dorada de su iluminación interior,  se puede seguir los movimientos de   la  gente e intuir los diálogos, encuentros y afectos entre quienes participan de esas ceremonias del  espectáculo.
El Gran Rex es un punto clave del espectáculo de Buenos Aires. Junto al Teatro Opera – que está enfrente – forman un conjunto cultural de primer  orden a nivel mundial y reciben anualmente a  las primeras figuras del espectáculo y la canción internacional. Tiene una capacidad de 3.262 espectadores.  No son tantos, comparados a otros centros mundial de grandes espectáculo, pero es mucho más de  la capacidad promedio de cualquier teatro. No son tantos tampoco si se compara la cifra con  el tamaño del  edificio. Pero una de  las características principales de este lugar, es  la amplitud de  los espacios de espera, circulación y espacios de descanso, que le dan un aire de  lugar de tertulia. Al menos eso es lo que sucede en  los momentos previos y finales de cada espectáculo o en  los descansos intermedios.











Fue  construido en 1937 en apenas siete meses. Poco tiempo si se tiene en cuenta el tamaño y la funcionalidad del lugar. Es un edificio clave de la  arquitectura moderna de Buenos Aires y una obra cumbre del estilo racionalista del arquitecto Alberto Prebisch, quien también fue el  autor del  Obelisco de la ciudad que – con el tiempo – se iba a convertir en   el símbolo porteño por excelencia. El trabajo de Prebisch en el  teatro, fue realizado en  sociedad y colaboración  con el  ingeniero civil Adolfo T. Moret.  Una participación determinante en  la  estructura general, ya que el Gran Rex está hecho en  hormigón armado, con un techo de sala realizado en cabriadas metálicas.  Este tipo de construcciones fueron  la  principal novedad en la arquitectura de  época. El Obelisco también es una estructura de hormigón, lo mismo que el Edifico Kavanagh  (situado a pocas cuadras del Gran Rex). Ambos fueron construidos en 1936, un año antes que el teatro. Y los tres, representan  lo más importante del racionalismo en la  arquitectura.
Por la mañana, visto desde  la perspectiva de la avenida, el edificio se presenta solo como un gran rectángulo, carente de ornamentos, donde solo se destacan los ventanales que ocupan todo el frente y los bordes de  hormigón,  que enmarcan los espacios vidriados, revestido en travertino romano sin lustrar. Esta sala es una gran cáscara dividida en fajas encimadas, inspirada en el Radio City de Nueva York. Los materiales son mármol Botticcino italiano, revoque, madera enchapada y bronce. Los espectadores se disponen en tres niveles: platea, primer balcón y segundo balcón. Tanto las butacas como los telones y alfombras originales fueron de color tierra siena quemada, y las paredes fueron pintadas a la témpera de color ocre ligeramente rojizo.


Fotos: sarmiento-cms /el jinete imaginario. 



miércoles, 13 de noviembre de 2019

BAR BRITÁNICO: EL FOGÓN DE LA TERTULIA


\*/ Las tertulias de “el Británico” siempre fueron  abiertas, anárquicas, ocurrentes y generosas de ideas. Algunas de ellas terminaron  siendo parte de un hecho cultural o de una obra de arte.


 \*/ A “el Británico” se podía ir solo y terminar la tarde y la noche en medio de un tumulto que hablaba y opinaba superponiendo discursos.


\*/ Estas tertulias llenaban  el ambiente de un murmullo ruidoso, que no se apagaba ni al amanecer.   


\*/ El Bar Británico es uno de  los 86 Bares Notables de  la Ciudad de Buenos Aires. Pero nunca fue un lugar solemne.






La luz es tenue apenas. Faltan algunos minutos para las seis de la mañana. El cielo que se ve tras los ventanales,  es de un color celeste azulado intenso. La temperatura es agradable afuera  todavía, a pesar del marcado verano. Pero en el interior el ambiente es un poco más fresco. Está en  penumbras. Hay un silencio irreconocible. Pero agudizando el oído y las percepciones, quizá todavía se escuche algo del fuerte murmullo que horas antes invadían el espacio.
En el Bar Británico las sillas están apiladas sobre las mesas,  el lugar está vacío y solo se ve el trajín de la limpiadora, que recoge restos del piso y prepara el agua jabonosa que luego repartirá por todos los rincones del  local. Los parroquianos han sido desalojados. Esa es la palabra precisa. Porque esa gente nunca abandona. Hay que decirle que se tiene que ir. Así a secas,  sin muchas explicaciones. Son innecesarias. Porque en  el fragor de la tertulia no entienden otra cosa más que la  continuidad del debate de su mesa. Pero al bar hay que cerrarlo al menos media hora, para poder limpiar y empezar la jornada como si nada hubiera sucedido.



Así eran  las cosas hasta que “Los Gallegos”  tuvieron que vender. Luego continúo la costumbre unos años más, porque los vecinos  y sus fanáticos de otras partes de la  ciudad, se lo impusieron al nuevo propietario Agustín Souza. Pero el “invento” se terminó definitivamente en noviembre de 2014, cuando los hermanos Aznarez  compraron  el fondo de comercio a Souza, le lavaron la cara al bar, empezaron otra  historia que no iba a incluir mantenerlo abierto las 24 horas. Por una cuestión comercial, los fanáticos de la tertulia nocturna ya no iban a poner ver el amanecer desde las ventanas de el Británico”,  como se lo menciona siempre, ahorrándose la palabra bar, porque todo el mundo sabe que es un bar o algo más que un bar.
El Bar Británico es uno de  los 86 Bares Notables de  la Ciudad de Buenos Aires. Esos lugares que guardan historia arquitectónica, patrimonio cultural interior y una historia oral que se cuenta entre vecinos, parroquianos y fanáticos del lugar. Son esos espacios porteños donde  la historia de  la ciudad y su gente se cuenta en capítulos que se pueden leer visitándolos de uno en uno. Pero de todos los Bares Notables, “el Británico” es de los más notables junto al líder de los conocidos, el Café Tortoni. Pero este bar de San Telmo, ubicado en la esquina de la calles Defensa y Brasil, frente a uno de los extremos del Parque Lezama, no tiene nada que envidiarle el líder que está en la Avenida de Mayo, que está en todas las guías de turismo sobre Buenos Aires.
Porque en las mesas de “el Británico” también se han cocido grandes tertulia, se han escrito grandes libros, se ha filmado buen cine, ha habido mucha música, demasiada poesía y todo tipo de performance artística. Todo eso, sin contar los debates políticos, el chusmerío sobre la economía o el boca a boca de los asuntos mundanos del barrio y de los mundillos culturales de otras zonas de la ciudad.
El Bar Británico nunca fue un lugar solemne. Su residencia no era un lugar destacada de la ciudad. A  comienzos del siglo XX, esta zona formaba parte del arrabal porteño. En la época colonial, San Telmo y Monserrat habían sido el  centro político y social de Buenos Aires. Grandes residencias y lugares de encuentro, tertulia de la época y conspiraciones revolucionarias. Pero las epidemias de fiebre amarilla a finales del siglo XIX,  mudaron a las familias hacia la  zona norte. Y con  esas familias se fue el dinero, el glamour, el amor por las bellas artes y las reuniones sociales de  la  gente destacada. Los edificios amplios y abundantes en habitaciones  y zonas de servicio, fueron alquilados por partes, formando inquilinatos, ocupados en su mayoría por inmigrantes que a fines del siglo XIX y principios del XX, llegaron a la ciudad  con la ilusión de “hacer la América”.  La esquina de Defensa y Brasil no iba a tener un lugar elegante ni decorado a la europea como un  salón. En esa esquina se instaló una pulpería que se llamó “La Cosechera”.  Y por esa época, el paisanaje la  conocía como la pulpería que estaba en la  punta de la Cuesta de Marcó, como se llamaba  ocasionalmente a la pendiente de la calle Defensa, que baja desde este extremo del Parque Lezama hasta la Avenida Martín García.
¿Desde cuándo se llamó “el Británico”? Nadie lo sabe. El lugar nunca tuvo una historia oficial como si la  tienen otros Bares Notables. En el caso del Café Tortoni o Hermanos Cao o El Gato Negro, sus dueños se encargaron de documentar su  tiempo. Pero “al Británico”  le faltó el  cronista que dejara testimonio y nadie se tomó el trabajo de recoger la historia oral, salvo en los últimos años. Pero todo indica que la pulpería “La Cosechera”  empezó a llamarse  “el bar de los británicos”, alrededor de 1925 a 1930.
Lo que hoy conocemos como Parque Lezama, no había sido parque, sino la residencia del hacendado Gregorio Lezama. Pero durante las  tres cuartas partes del  siglo XIX a ese predio de 8  hectáreas se lo conoció como “La Quinta del Inglés”. Porque desde 1808 hasta 1852, sus propietarios fueron un inglés (Daniel Mackinlay) y un norteamericano  (Carlos Ridgely Horne). Pero lo determinante para el  lugar fue que en la Avenida Patagones (actual Avenida Caseros) la empresa Ferrocarril del Sud construyó – hacia 1905 – los edificios para albergar a sus técnicos e ingenieros. Todos esos ingleses e irlandeses fueron a ocupar  sus horas de ocio a “La Cosechera”.  Tanto anglosajón circulando por el lugar, terminó por imponer la idea de que ese  el “Bar de  los británicos”.



¿Cuánto comenzaron las tertulias? Nadie lo sabe. Pero si conocemos a los instigadores de las tertulias. “Los Gallegos” se  convirtieron en los promotores  involuntarios de las tertulias. En la década del 1950 estos personajes eran  los camareros del bar, pero su dueño decidió venderlo y los tres empleados resolvieron  comprarle el fondo de comercio. Para poder pagarlo, exprimieron  al máximo el trabajo y el tiempo de apertura. Dividieron el día en tres turnos y se repartieron los horarios. José Trillo se ocupó de la  mañana, Pepe  Miñones fue por la tarde y Manolo Pose en  el  turno  noche. Desde entonces el bar permaneció abierto las 24 horas todos los días del año a excepción  del 25 y 31 de diciembre. El 24 y el 30 diciembre  estaba abierto hasta las  8 de la  noche.
Durante cinco décadas “el Británico” fue parada nocturna obligada de taxistas. Se jugaba a los naipes y los dados en sus mesas, pero sin dinero a la vista y se escondías los elementos cuando aparecía la  policía. Fue punto de encuentro para artistas,  bohemios e  intelectuales de todo tipo. Fue lugar de debates semanales programados como el Foro del Bar Británico, organizado por  el  actor y director teatral Juan Carlos Gené.  Fue lugar de lectura y charlas literarias y musicales por las tardes. Todos los personajes de la cultura  y sus seguidores pasaban por “el Británico”  en esos años. El poeta Baldomero   Fernández  Moreno, la poeta María Elena Walsh escribieron textos en donde se menciona este lugar que ellos mismos  eran habitué. El escritor Ernesto  Sábato escribió gran parte de su libro “Sobre Héroes y Tumbas”  en las mesas de lo que entonces se  llamaba Salón Familiar, el lado sur del  bar, con el ventanal  sobre la calle Brasil, desde donde se puede  mirar el Parque Lezama, el lugar donde comienza la novela y donde trascurren gran parte de los episodios. La lista es interminable de  músicos. Y en la historia reciente, la película más famosa filmada en  el bar es “Las cosas del querer”, dirigida por Jaime Chavarri y protagonizada por Ángela Molina y Manuel Bandera. Pero hay muchas más, como  así también cortos publicitarios.
Pero esas listas de personajes conocidos del mundo artístico y cultural, nada dicen de todos los tertulianos que le ponían calor y fragor al debate por  las tardes y sobre todo por las noches. En este bar,  había tanta concurrencia un miércoles  o jueves de madrugada como un  viernes  por la tarde o un sábado por  la  noche. Durante mucho tiempo fue un bar de “mesa llena”, donde no era fácil encontrar lugar. Pero siempre había silla  disponible. Porque si algo de característico tenían las tertulias y la gente del lugar, es que eran abiertas y la mayor parte de los participantes eran amigos o se conocían o se habían cruzado alguna vez en algún lugar. Por eso no era extraño ver que la gente s e pasara de una mesa a otro grupo,  que debatía otra cosa, y continuara su velada. En ese punto,  el  mundo social de “el Británico”  fue inigualable.
 Las tertulias de “el Británico” siempre fueron  abiertas, anárquicas, ocurrentes y generosas de ideas. Algunas de ellas terminaron  siendo parte de un hecho cultural o de una obra de arte. Esa era la característica principal, el sello que diferenció las reuniones de este lugar en comparación a otros bares. A “el Británico” se podía ir solo y terminar la tarde y la noche en medio de un tumulto que hablaba y opinaba superponiendo discursos. Estas tertulias llenaban  el bar de un murmullo ruidoso, que no se apagaba ni al amanecer.   

Fotos: sarmiento-cms / el jinete imaginario. 


lunes, 4 de noviembre de 2019

EL ÁRBOL DE LA BARRANCA.

No es de las especies más viejas,  pero domina el entorno como ninguno. Es la presencia determinante de la barranca del Parque Lezama. Un parque de ocho hectáreas, valorado por sus especies y uno de los pocos lugares que conserva el diseño original de Carlos Thays,  el gran transformador de los espacios públicos de la ciudad de Buenos Aires. El entramado del ramaje, la espesura de la copa y los colores definidos y diferenciados de su tronco y ramas, lo convierten en protagonista por derecho propio.


En plena pendiente de la barranca, impone su presencia. Una casualidad en el diseño paisajístico de estos días, lo ha dejado solo. El árbol entonces ha crecido a sus anchas. Tiene un porte majestuoso, de ramas grises, negruzcas y algunas machas color plata durante el invierno.  Un ramaje firme y sostenido, pega impulso hacia arriba en cualquier momento del año. En verano se carga con una  generosa copa  de hojas. Su volumen  domina todo el escenario y su gran ramaje, desplegado a pleno a unos tres metros del suelo, es una gran  bóveda que protege del sol a los visitantes.
Está ubicado a mitad de camino entre el Museo Histórico Nacional y la pradera del parque que empieza en el Paseo de los Olmos. Una línea de centenarios árboles que bordea el camino que va desde el Monumento a la Cordialidad Internacional (regalo de Uruguay por el centenario de la Independencia en 1910), sobre la Avenida Martín García, hasta la cima de la barranca que originalmente se llamó Punta de Doña Catalina y que  ahora no tiene nombre. Es solo un mirador en el extremo más alto de  la barranca, que luego cae a pique sobre la esquina de las avenidas Paseo Colón y Martín García.


Los espacios de un parque –de cualquiera del mundo – se valoran según su apariencia arbórea, su diseño, su historia y/o por la relación que se establece entre  los visitantes y habitantes cercanos. Esta barranca tiene una larga historia silenciada y un presente cargado de visitantes que  se citan bajo este árbol. Escenario bucólico el actual, con tertulias diversas durante la semana. Gente que estudia, gente que se ama, gente que se cuenta cosas , gente solitaria que arregla cuentas consigo mismo,  gente que solo observa el paisaje. Bajo la sombra de su copa,  suceden innumerables historias cotidianas. Pero en otro tiempo, este  lugar tuvo otros usos menos destacados.
En 1536, año de la primera fundación de Buenos Aires,  por Pedro de Mendoza, la barranca era solo el camino de paso entre el asentamiento,  ubicado en lo más alto de la meseta, y el Río de  la Plata. Mejor dicho, de los bañados que separaban este promontorio y la costa del río. Desde este lugar, la guardia militar divisaba perfectamente todo el horizonte en dirección sur y este. Pero ese primer asentamiento no prosperó, fue abandonado y 44 años después, Buenos Aires fue fundada de nuevo por Juan de Garay,  pero 2 kilómetros más al norte, donde hoy está la Plaza de Mayo. Todo este lugar, pasó a ser el extrarradio, el arrabal.
Buenos Aires fue un importante puerto negrero. Por aquí ingresaban todos los esclavos que luego eran rematados y enviados a las ciudades y haciendas del norte argentina y al Virreinato del Perú. Las principales fortunas de entonces (últimas dos décadas del 1700) se construyeron vendiendo negros esclavos y el contrabando. Por esta barranca que hoy domina este árbol, pasaron cientos de miles de negros  traídos de África. Aquí tuvo su asentamiento la Real Compañía de Filipinas. Fueron pocos años, pero no por eso menos tenebrosos.

En los primeros años del silo XIX, el Parque Lezama fue utilizado por asentamiento de tropas y almacén de pólvora y artillería. El espacio donde se ubicaron esas instalaciones, es donde hoy está el Museo. Tenían entrada por la actual calle Defensa, que por ese tiempo se la conocía como “Cuesta de Marcó”. La pendiente que hoy vemos despejada, debió ser sitio de entrenamiento.
En la primera década del 1800, comenzó la transformación del parque y de esta pendiente de la barranca. Por esos años, se instalaron en las zonas aledañas,  varias quintas que proveían de verduras y frutas frescas al mercado de la ciudad,  ubicada en los Altos de San Pedro y luego en la Recova de  la Plaza de Mayo. Muchos de esos pequeños agricultores eran ingleses e  irlandeses, inmigrantes que llegaron para criar ovejas y algunos de ellos (a los que no le fue tan bien) se convirtieron en quinteros. El más famoso de todos es un tal Brittain, en cuyo predio se empezaron  a cultivar las primeras  peras de agua en  la ciudad. Las llamó  Peras del Buen Cristina Williams”  y es la variedad que hoy encontramos en  las góndolas de los supermercados como Peras Williams.
La presencia en la zona de los Fair, Cope y Brittain, atrajo a otros británicos. En 1808 compró el predio un inglés llamado Daniel Mac Kinley. Un joven recién casado y recién llegado al Río de la Plata, que quiso emular alrededor de su casa un paisaje verde como su país natal. Los Mac Kinley hicieron una quinta y dejaron un gran espacio para parquizar.  Para los vecinos, estas tierras dejaron de ser “El Bajo de la Residencia” y pasaron a llamarse “La Quinta del Inglés”. Su propietario mantenía enarbolada todo el día la bandera británica en lo más alto de su casa”.  
El norteamericano Charles Ridgely Horne, fue propietario entre 1846 y 1867. Hombre vinculado a Juan Manuel de Rosas y el bando Federal, Horne tuvo importantes cargos relacionados con el comercio exterior, la Aduana y el Puerto de Buenos Aires. Su residencia fue lugar privilegiado de reuniones. Y el parque alrededor fue ganando en presencia y  diseño.
En 1867, Horne le vende su casa a Gregorio Lezama, un terrateniente de origen salteño que había logrado una gran fortuna en tierra y propiedades en la Ciudad de Buenos Aires y alrededores. Lezama es quien le da la verdadera identidad al  parque. La pendiente donde hoy está este árbol cobra sentido, en el diseño que Lezama piensa para el lugar. Coleccionista botánico, el nuevo propietario contrata a los mejores especialistas europeos en paisajismo. Lezama se propuso y logró hacer un enorme jardín botánico con numerosas esculturas de gran valor. Las pendientes de la barranca de la Punta de Doña Catalina dejaron de ser un lugar a medio camino entre la quinta y el jardín y pasaron a ser un recinto de especialidades botánicas de todo el mundo.  El arquitecto,  paisajista y urbanista francés Carlos Tahys,  a partir de 1894 se encargó de darle diseño definitivo: todos los senderos de la pendiente sureste, terminarían en el Paseo de los Olmos que, a su vez, marcaría la separación entre la barranca y la pradera, donde instaló un gran rosedal.  De esa época no queda rosedal  ni rosas y se han perdido infinidad de especies botánicas. Pero esa es otra historia más contemporánea de nuestros día, que la contaré en otra ocasión.

Fotos: sarmiento-cms / el jinete imaginario