No es de las especies más viejas, pero domina el entorno como ninguno. Es la presencia determinante de la barranca del Parque Lezama. Un parque de ocho hectáreas, valorado por sus especies y uno de los pocos lugares que conserva el diseño original de Carlos Thays, el gran transformador de los espacios públicos de la ciudad de Buenos Aires. El entramado del ramaje, la espesura de la copa y los colores definidos y diferenciados de su tronco y ramas, lo convierten en protagonista por derecho propio.
En plena
pendiente de la barranca, impone su presencia. Una casualidad en el diseño
paisajístico de estos días, lo ha dejado solo. El árbol entonces ha crecido a
sus anchas. Tiene un porte majestuoso, de ramas grises, negruzcas y algunas
machas color plata durante el invierno.
Un ramaje firme y sostenido, pega impulso hacia arriba en cualquier
momento del año. En verano se carga con una generosa copa de hojas. Su volumen domina todo el escenario y su gran ramaje,
desplegado a pleno a unos tres metros del suelo, es una gran bóveda que protege del sol a los visitantes.
Está ubicado a
mitad de camino entre el Museo Histórico Nacional y la pradera del parque que
empieza en el Paseo de los Olmos. Una línea de centenarios árboles que bordea
el camino que va desde el Monumento a la Cordialidad Internacional (regalo de
Uruguay por el centenario de la Independencia en 1910), sobre la Avenida Martín
García, hasta la cima de la barranca que originalmente se llamó Punta de Doña Catalina y que ahora no tiene nombre. Es solo un mirador en
el extremo más alto de la barranca, que
luego cae a pique sobre la esquina de las avenidas Paseo Colón y Martín García.
Los espacios de
un parque –de cualquiera del mundo – se valoran según su apariencia arbórea, su
diseño, su historia y/o por la relación que se establece entre los visitantes y habitantes cercanos. Esta
barranca tiene una larga historia silenciada y un presente cargado de
visitantes que se citan bajo este árbol.
Escenario bucólico el actual, con tertulias diversas durante la semana. Gente
que estudia, gente que se ama, gente que se cuenta cosas , gente solitaria que
arregla cuentas consigo mismo, gente que
solo observa el paisaje. Bajo la sombra de su copa, suceden innumerables historias cotidianas.
Pero en otro tiempo, este lugar tuvo
otros usos menos destacados.
En 1536, año de
la primera fundación de Buenos Aires,
por Pedro de Mendoza, la barranca era solo el camino de paso entre el
asentamiento, ubicado en lo más alto de
la meseta, y el Río de la Plata. Mejor
dicho, de los bañados que separaban este promontorio y la costa del río. Desde
este lugar, la guardia militar divisaba perfectamente todo el horizonte en
dirección sur y este. Pero ese primer asentamiento no prosperó, fue abandonado
y 44 años después, Buenos Aires fue fundada de nuevo por Juan de Garay, pero 2 kilómetros más al norte, donde hoy
está la Plaza de Mayo. Todo este lugar, pasó a ser el extrarradio, el arrabal.
Buenos Aires fue
un importante puerto negrero. Por aquí ingresaban todos los esclavos que luego
eran rematados y enviados a las ciudades y haciendas del norte argentina y al
Virreinato del Perú. Las principales fortunas de entonces (últimas dos décadas del
1700) se construyeron vendiendo negros esclavos y el contrabando. Por esta barranca
que hoy domina este árbol, pasaron cientos de miles de negros traídos de África. Aquí tuvo su asentamiento
la Real Compañía de Filipinas. Fueron pocos años, pero no por eso menos
tenebrosos.
En los primeros
años del silo XIX, el Parque Lezama fue utilizado por asentamiento de tropas y
almacén de pólvora y artillería. El espacio donde se ubicaron esas
instalaciones, es donde hoy está el Museo. Tenían entrada por la actual calle
Defensa, que por ese tiempo se la conocía como “Cuesta de Marcó”. La pendiente que hoy vemos despejada, debió ser
sitio de entrenamiento.
En la primera
década del 1800, comenzó la transformación del parque y de esta pendiente de la
barranca. Por esos años, se instalaron en las zonas aledañas, varias quintas que proveían de verduras y
frutas frescas al mercado de la ciudad,
ubicada en los Altos de San Pedro y luego en la Recova de la Plaza de Mayo. Muchos de esos pequeños
agricultores eran ingleses e irlandeses,
inmigrantes que llegaron para criar ovejas y algunos de ellos (a los que no le
fue tan bien) se convirtieron en quinteros. El más famoso de todos es un tal
Brittain, en cuyo predio se empezaron a
cultivar las primeras peras de agua en la ciudad. Las llamó “Peras
del Buen Cristina Williams” y es la
variedad que hoy encontramos en las
góndolas de los supermercados como Peras
Williams.
La presencia en
la zona de los Fair, Cope y Brittain, atrajo a otros británicos. En 1808 compró
el predio un inglés llamado Daniel Mac Kinley. Un joven recién casado y recién
llegado al Río de la Plata, que quiso emular alrededor de su casa un paisaje
verde como su país natal. Los Mac Kinley hicieron una quinta y dejaron un gran
espacio para parquizar. Para los
vecinos, estas tierras dejaron de ser “El
Bajo de la Residencia” y pasaron a llamarse “La Quinta del Inglés”. Su propietario mantenía enarbolada todo el
día la bandera británica en lo más alto de su casa”.
El norteamericano
Charles Ridgely Horne, fue propietario entre 1846 y 1867. Hombre vinculado a
Juan Manuel de Rosas y el bando Federal, Horne tuvo importantes cargos
relacionados con el comercio exterior, la Aduana y el Puerto de Buenos Aires.
Su residencia fue lugar privilegiado de reuniones. Y el parque alrededor fue
ganando en presencia y diseño.
En 1867, Horne le
vende su casa a Gregorio Lezama, un terrateniente de origen salteño que había
logrado una gran fortuna en tierra y propiedades en la Ciudad de Buenos Aires y
alrededores. Lezama es quien le da la verdadera identidad al parque. La pendiente donde hoy está este
árbol cobra sentido, en el diseño que Lezama piensa para el lugar.
Coleccionista botánico, el nuevo propietario contrata a los mejores
especialistas europeos en paisajismo. Lezama se propuso y logró hacer un enorme
jardín botánico con numerosas esculturas de gran valor. Las pendientes de la
barranca de la Punta de Doña Catalina
dejaron de ser un lugar a medio camino entre la quinta y el jardín y pasaron a
ser un recinto de especialidades botánicas de todo el mundo. El arquitecto, paisajista y urbanista francés Carlos
Tahys, a partir de 1894 se encargó de
darle diseño definitivo: todos los senderos de la pendiente sureste,
terminarían en el Paseo de los Olmos que, a su vez, marcaría la separación
entre la barranca y la pradera, donde instaló un gran rosedal. De esa época no queda rosedal ni rosas y se han perdido infinidad de
especies botánicas. Pero esa es otra historia más contemporánea de nuestros
día, que la contaré en otra ocasión.
Fotos: sarmiento-cms / el jinete imaginario
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