lunes, 4 de noviembre de 2019

EL ÁRBOL DE LA BARRANCA.

No es de las especies más viejas,  pero domina el entorno como ninguno. Es la presencia determinante de la barranca del Parque Lezama. Un parque de ocho hectáreas, valorado por sus especies y uno de los pocos lugares que conserva el diseño original de Carlos Thays,  el gran transformador de los espacios públicos de la ciudad de Buenos Aires. El entramado del ramaje, la espesura de la copa y los colores definidos y diferenciados de su tronco y ramas, lo convierten en protagonista por derecho propio.


En plena pendiente de la barranca, impone su presencia. Una casualidad en el diseño paisajístico de estos días, lo ha dejado solo. El árbol entonces ha crecido a sus anchas. Tiene un porte majestuoso, de ramas grises, negruzcas y algunas machas color plata durante el invierno.  Un ramaje firme y sostenido, pega impulso hacia arriba en cualquier momento del año. En verano se carga con una  generosa copa  de hojas. Su volumen  domina todo el escenario y su gran ramaje, desplegado a pleno a unos tres metros del suelo, es una gran  bóveda que protege del sol a los visitantes.
Está ubicado a mitad de camino entre el Museo Histórico Nacional y la pradera del parque que empieza en el Paseo de los Olmos. Una línea de centenarios árboles que bordea el camino que va desde el Monumento a la Cordialidad Internacional (regalo de Uruguay por el centenario de la Independencia en 1910), sobre la Avenida Martín García, hasta la cima de la barranca que originalmente se llamó Punta de Doña Catalina y que  ahora no tiene nombre. Es solo un mirador en el extremo más alto de  la barranca, que luego cae a pique sobre la esquina de las avenidas Paseo Colón y Martín García.


Los espacios de un parque –de cualquiera del mundo – se valoran según su apariencia arbórea, su diseño, su historia y/o por la relación que se establece entre  los visitantes y habitantes cercanos. Esta barranca tiene una larga historia silenciada y un presente cargado de visitantes que  se citan bajo este árbol. Escenario bucólico el actual, con tertulias diversas durante la semana. Gente que estudia, gente que se ama, gente que se cuenta cosas , gente solitaria que arregla cuentas consigo mismo,  gente que solo observa el paisaje. Bajo la sombra de su copa,  suceden innumerables historias cotidianas. Pero en otro tiempo, este  lugar tuvo otros usos menos destacados.
En 1536, año de la primera fundación de Buenos Aires,  por Pedro de Mendoza, la barranca era solo el camino de paso entre el asentamiento,  ubicado en lo más alto de la meseta, y el Río de  la Plata. Mejor dicho, de los bañados que separaban este promontorio y la costa del río. Desde este lugar, la guardia militar divisaba perfectamente todo el horizonte en dirección sur y este. Pero ese primer asentamiento no prosperó, fue abandonado y 44 años después, Buenos Aires fue fundada de nuevo por Juan de Garay,  pero 2 kilómetros más al norte, donde hoy está la Plaza de Mayo. Todo este lugar, pasó a ser el extrarradio, el arrabal.
Buenos Aires fue un importante puerto negrero. Por aquí ingresaban todos los esclavos que luego eran rematados y enviados a las ciudades y haciendas del norte argentina y al Virreinato del Perú. Las principales fortunas de entonces (últimas dos décadas del 1700) se construyeron vendiendo negros esclavos y el contrabando. Por esta barranca que hoy domina este árbol, pasaron cientos de miles de negros  traídos de África. Aquí tuvo su asentamiento la Real Compañía de Filipinas. Fueron pocos años, pero no por eso menos tenebrosos.

En los primeros años del silo XIX, el Parque Lezama fue utilizado por asentamiento de tropas y almacén de pólvora y artillería. El espacio donde se ubicaron esas instalaciones, es donde hoy está el Museo. Tenían entrada por la actual calle Defensa, que por ese tiempo se la conocía como “Cuesta de Marcó”. La pendiente que hoy vemos despejada, debió ser sitio de entrenamiento.
En la primera década del 1800, comenzó la transformación del parque y de esta pendiente de la barranca. Por esos años, se instalaron en las zonas aledañas,  varias quintas que proveían de verduras y frutas frescas al mercado de la ciudad,  ubicada en los Altos de San Pedro y luego en la Recova de  la Plaza de Mayo. Muchos de esos pequeños agricultores eran ingleses e  irlandeses, inmigrantes que llegaron para criar ovejas y algunos de ellos (a los que no le fue tan bien) se convirtieron en quinteros. El más famoso de todos es un tal Brittain, en cuyo predio se empezaron  a cultivar las primeras  peras de agua en  la ciudad. Las llamó  Peras del Buen Cristina Williams”  y es la variedad que hoy encontramos en  las góndolas de los supermercados como Peras Williams.
La presencia en la zona de los Fair, Cope y Brittain, atrajo a otros británicos. En 1808 compró el predio un inglés llamado Daniel Mac Kinley. Un joven recién casado y recién llegado al Río de la Plata, que quiso emular alrededor de su casa un paisaje verde como su país natal. Los Mac Kinley hicieron una quinta y dejaron un gran espacio para parquizar.  Para los vecinos, estas tierras dejaron de ser “El Bajo de la Residencia” y pasaron a llamarse “La Quinta del Inglés”. Su propietario mantenía enarbolada todo el día la bandera británica en lo más alto de su casa”.  
El norteamericano Charles Ridgely Horne, fue propietario entre 1846 y 1867. Hombre vinculado a Juan Manuel de Rosas y el bando Federal, Horne tuvo importantes cargos relacionados con el comercio exterior, la Aduana y el Puerto de Buenos Aires. Su residencia fue lugar privilegiado de reuniones. Y el parque alrededor fue ganando en presencia y  diseño.
En 1867, Horne le vende su casa a Gregorio Lezama, un terrateniente de origen salteño que había logrado una gran fortuna en tierra y propiedades en la Ciudad de Buenos Aires y alrededores. Lezama es quien le da la verdadera identidad al  parque. La pendiente donde hoy está este árbol cobra sentido, en el diseño que Lezama piensa para el lugar. Coleccionista botánico, el nuevo propietario contrata a los mejores especialistas europeos en paisajismo. Lezama se propuso y logró hacer un enorme jardín botánico con numerosas esculturas de gran valor. Las pendientes de la barranca de la Punta de Doña Catalina dejaron de ser un lugar a medio camino entre la quinta y el jardín y pasaron a ser un recinto de especialidades botánicas de todo el mundo.  El arquitecto,  paisajista y urbanista francés Carlos Tahys,  a partir de 1894 se encargó de darle diseño definitivo: todos los senderos de la pendiente sureste, terminarían en el Paseo de los Olmos que, a su vez, marcaría la separación entre la barranca y la pradera, donde instaló un gran rosedal.  De esa época no queda rosedal  ni rosas y se han perdido infinidad de especies botánicas. Pero esa es otra historia más contemporánea de nuestros día, que la contaré en otra ocasión.

Fotos: sarmiento-cms / el jinete imaginario

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