De todas las ceremonias que ha dejado la historia de la humanidad, las dos más trascendentes no las inventó el hombre: la germinación y la floración. Las impuso la vida. Y la humanidad toda sucumbe entre el asombro, la emoción y la expectativa. Luego se disparan todos los deseos imaginados, aún los imposibles.
Una flor no es una flor. Es un discurso interior que se inicia en la mirada, recorre el cuerpo de quien mira, se instala en la cabeza de quien observa y provoca estremecimientos de diferente intensidad. Algunos de alegrías, otros de intenciones y muchos otros de futuros posibles, con sus dudas y certezas incluidas.
Nadie queda ausente de la presencia de una flor. Nadie puede abstraerse. Nadie puede pasar de largo, seguir el camino negando su presencia. Pero no es la flor y sus formas diversas y coloridas provocadas por la materia, la naturaleza y la ebullición biológica. Todo sucede en el interior de quien la mira. Todo se agudiza por quien observa. Todo se convierte al fin, en una ceremonia sin boato de enorme impacto hacia el interior del que se expone sin miedo ante esa floración.
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Imagen El Jinete imaginario