Hoy es el Día del Maestro en Argentina, país cuyos gobiernos se esmeran en destruir la educación pública con diversos métodos. Hoy habrá muchas expresiones de denuncia. Pero también creo que es un buen momento para reproducir ese artículo de Julio Cortazar, sobre el oficio de enseñar. Es una mirada hacia adentro, hacia las formas de posicionarse ante la enseñanza. “Ser maestro significa estar en posesión de los medios conducentes a la transmisión de una civilización y una cultura; significa construir, en el espíritu y la inteligencia del niño”, dice. Lo que sigue es el texto completo de ese artículo publicado en la Revista Argentina, el 20 de octubre de 1939.
Julio Cortazar recién llegado a Mendoza en 1944, donde enseñó literatura francesa |
Escribo
para quienes van a ser maestros en un futuro que ya casi es presente. Para
quienes van a encontrarse repentinamente aislados de una vida que no tenía
otros problemas que los inherentes a la condición de estudiante; y que, por lo
tanto, era esencialmente distinta de la vida propia del hombre maduro. Se me
ocurre que resulta necesario, en la Argentina, enfrentar al maestro con algunos
aspectos de la realidad que sus cuatro años de Escuela Normal no siempre le han
permitido conocer, por razones que acaso se desprendan de lo que sigue. Y que
la lectura de estas líneas –que no tiene la menor intención de consejo- podrá
tal vez mostrarles uno o varios ángulos insospechados de su misión a cumplir y
de su conducta a mantener.
Ser
maestro significa estar en posesión de los medios conducentes a la transmisión
de una civilización y una cultura; significa construir, en el espíritu y la
inteligencia del niño, el panorama cultural necesario para capacitar su ser en
el nivel social contemporáneo y, a la vez, estimular todo lo que en el alma
infantil haya de bello, de bueno, de aspiración a la total realización. Doble
tarea, pues: la de instruir, educar, y la de dar alas a los anhelos que
existen, embrionarios, en toda conciencia naciente. El maestro tiende hasta la
inteligencia, hacia el espíritu y finalmente, hacia la esencia moral que reposa
en el ser humano. Enseña aquello que es exterior al niño; pero debe cumplir
asimismo el hondo viaje hacia el interior de ese espíritu y regresar de él
trayendo, para maravilla de los ojos de su educando, la noción de bondad y la
noción de belleza: ética y estética, elementos esenciales de la condición
humana.
Nada
de esto es fácil. Lo hipócrita debe ser desterrado, y he aquí el primer duro
combate; porque los elementos negativos forman también parte de nuestro ser.
Enseñar el bien, supone la previa noción del mal, permitir que el niño intuya la
belleza no excluye la necesidad de hacerle saber lo no bello. Es entonces que
la capacidad del que enseña –yo diría mejor: del que construye descubriéndose
pone a prueba. Es entonces que un número desoladoramente grande de maestros
fracasa. Fracasa calladamente, sin que el mecanismo de nuestra enseñanza
primaria se entere de su derrota; fracasa sin saberlo él mismo, porque no había
tenido jamás el concepto de su misión. Fracasa tornándose rutinario,
abandonándose a lo cotidiano, enseñando lo que los programas exigen y nada más,
rindiendo rigurosa cuenta de la conducta y disciplina de sus alumnos. Fracasa
convirtiéndose en lo que se suele denominar «un maestro correcto». Un mecanismo
de relojería, limpio y brillante, pero sometido a la servil condición de toda
máquina.
Julio Cortazar con sus primeros alumnos. Probablemente en Bolivar o Chivilcoy (Pcia de Buenos Aires) |
Algún
maestro así habremos tenido todos nosotros. Pero ojalá que quienes leen estas
líneas hayan encontrado también, alguna vez, un verdadero maestro. Un maestro
que sentía su misión; que la vivía. Un maestro como deberían ser todos los
maestros en la Argentina.
Lo
pasado es pasado. Yo escribo para quienes van a ser educadores. Y la pregunta
surge, entonces, imperativa: ¿Por qué fracasa un número tan elevado de
maestros? De la respuesta, aquilatada en su justo valor por la nueva
generación, puede depender el destino de las infancias futuras, que es como
decir el destino del ser humano en cuanto sociedad y en cuanto tendencia al
progreso.
¿Puede
contestarse la pregunta? ¿Es que acaso tiene respuesta?
Yo
poseo mi respuesta, relativa y acaso errada. Que juzgue quien me lee. Yo
encuentro que el fracaso de tantos maestros argentinos obedece a la carencia de
una verdadera cultura que no se apoye en el mero acopio de elementos
intelectuales, sino que afiance sus raíces en el recto conocimiento de la esencia
humana, de aquellos valores del espíritu que nos elevan por sobre lo animal. El
vocablo «cultura» ha sufrido como tantos otros, un largo malentendido. Culto
era quien había cumplido una carrera, el que había leído mucho; culto era el
hombre que sabía idiomas y citaba a Tácito; culto era el profesor que
desarrollaba el programa con abundante bibliografía auxiliar. Ser culto era –y
es, para muchos- llevar en suma un prolijo archivo y recordar muchos nombres...
Pero
la cultura es eso y mucho más. El hombre –tendencias filosóficas actuales,
novísimas, lo afirman a través del genio de Martín Heidegger- no es solamente
un intelecto. El hombre es inteligencia, pero también sentimiento, y anhelo
metafísico, y sentido religioso. El hombre es un compuesto; de la armonía de
sus posibilidades surge la perfección. Por eso, ser culto significa atender al
mismo tiempo a todos los valores y no meramente a los intelectuales. Ser culto
es saber el sánscrito, si se quiere, pero también maravillarse ante un
crepúsculo; ser culto es llenar fichas acerca de una disciplina que se cultiva
con preferencia, pero también emocionarse con una música o un cuadro, o
descubrir el íntimo secreto de un verso o de un niño. Y aún no he logrado
precisar qué debe entenderse por cultura; los ejemplos resultan inútiles. Quizá
se comprendiera mejor mi pensamiento decantado en este concepto de la cultura:
la actitud integralmente humana, sin mutilaciones, que resulta de un largo
estudio y de una amplia visión de la realidad.
Así
tiene que ser el maestro.
Y
ahora, esta pregunta dirigida a la conciencia moral de los que se hallan
comprendidos en ella: ¿Bastaron cuatro años de Escuela Normal para hacer del
maestro un hombre culto?
No;
ello es evidente. Esos cuatro años han servido para integrar parte de lo que yo
denominé más arriba «largo estudio»; han servido para enfrentar la inteligencia
con los grandes problemas que la humanidad se ha planteado y ha buscado
solucionar con su esfuerzo: el problema histórico, el científico, el literario,
el pedagógico. Nada más, a pesar de la buena voluntad que hayan podido
demostrar profesores y alumnos; a pesar del doble esfuerzo en procura de un
debido nivel cultural.
La
Escuela Normal no basta para hacer al maestro. Y quien, luego de plegar con
gesto orgulloso su diploma, se disponga a cumplir su tarea sin otro esfuerzo,
ése es desde ya un maestro condenado al fracaso. Parecerá cruel y acaso falso;
pero un hondo buceo en la conciencia de cada uno probará que es harto cierto.
La Escuela Normal da elementos, variados y generosos, crea la noción del deber,
de la misión; descubre los horizontes. Pero con los horizontes hay que hacer
algo más que mirarlos desde lejos: hay que caminar hacia ellos y conquistarlos.
El
maestro debe llegar a la cultura mediante un largo estudio. Estudio de lo
exterior, y estudio de sí mismo. Aristóteles y Sócrates: he ahí las dos
actitudes. Uno, la visión de la realidad a través de sus múltiples ángulos; el
otro, la visión de la realidad a través del cultivo de la propia personalidad.
Y, esto hay que creerlo, ambas cosas no se logran por separado. Nadie se conoce
a sí mismo sin haber bebido la ciencia ajena en inacabables horas de lecturas y
de estudio; y nadie conoce el alma de los semejantes sin asistir primero al
deslumbramiento de descubrirse a sí mismo. La cultura resulta así una actitud
que nace imperceptiblemente; nadie puede despertarse mañana y decir: «Sé muchas
cosas y nada más». La mejor prueba de cultura suele darla aquél que habla muy
poco de sí mismo; porque la cultura no es una cosa, sino que es una visión; se
es culto cuando el mundo se nos ofrece con la máxima amplitud; cuando los
problemas menudos dejan de tener consistencia; cuando se descubre que lo
cotidiano es lo falso, y que sólo lo más puro, lo más bello, lo más bueno, reside
la esencia que el hombre busca. Cuando se comprende lo que verdaderamente
quiere decir Dios.
Julio Cortazar con sus compañeros de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta |
Al
salir de la Escuela Normal, puede afirmarse que el estudio recién comienza.
Queda lo más difícil, porque entonces se está solo, librado a la propia conducta.
En el debilitamiento de los resortes morales, en el olvido de lo que de sagrado
tiene es ser maestro, hay que buscar la razón de tantos fracasos. Pero en la
voluntad que no reconoce términos, que no sabe de plazos fijos para el estudio,
está la razón de muchos triunfos. En la Argentina ha habido y hay maestros:
debería preguntárseles a ellos si les bastaron los cuatro años oficiales para
adquirir la cultura que poseen. «El genio –dijo Buffon- es una larga
paciencia». Nosotros no requerimos maestros geniales; sería absurdo. Pero todo
saber supone una larga paciencia.
Alguien
afirmó, sencillamente, que nada se conquista sin sacrificio. Y una misión como
la del educador exige el mayor sacrificio que puede hacerse por ella. De lo
contrario, se permanece en el nivel del «maestro correcto». Aquéllos que hayan
estudiado el magisterio y se hayan recibido sin meditar a ciencia cierta qué
pretendían o qué esperaban más allá del puesto y la retribución monetaria, ésos
son ya fracasados y nada podrá salvarlos sino un gran arrepentimiento . Pero yo
he escrito estas líneas para los que han descubierto su tarea y su deber. Para
los que abandonan la Escuela Normal con la determinación de cumplir su misión.
A ellos he querido mostrarles todo lo que les espera, y se me ocurre que tanto
sacrificio ha de alegrarnos. Porque en el fondo de todo verdadero maestro
existe un santo, y los santos son aquellos hombres que van dejando todo lo
perecedero a lo largo del camino, y mantienen la mirada fija en un horizonte
que conquistar con el trabajo, con el sacrificio o con la muerte.
***
Artículo
publicado el 20 de octubre de 1939, en la Revista Argentina, y firmado por Julio Florencio Cortázar,
profesor, graduado en letras en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta
de Buenos Aires.
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Imágenes propias: captura directa de las fotos expuestas en el Museo Nacional de Bellas Artes en ocasión de la muestra homenaje.
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